Le tenía ganas al tema, quizá por mi específica formación en el asunto y por mis dilatadas lejanías del núcleo sentimental; léase: de la patria, como algunos la llaman. Ecs!, como dicen también algunos en mi tierra natal: ¡palabrejas tronadas y decimonónicas a mí! Recuerdo ahora, de paso y sin saber por qué, un divertido y escueto palíndromo con grafía castellana y pensamiento catalán: “España? Psé...” Pero como veo que me estoy poniendo demasiado exclamativo y me salgo de la senda principal, voy al grano directamente.
Aquello que convenimos en llamar “literatura catalana” puede tomarse desde dos ópticas bien distintas: o hablamos de la literatura escrita en lengua catalana, o hablamos de toda aquella producida en el ámbito territorial de Cataluña. Y la distinción no es nada sutil: broncas varias ha habido por saber quién tenía derecho a ir a la feria de Frankfurt, que dedicaba una parte de los cubiletes a su prosa y su poesía: ¿Era Eduardo Mendoza quien debía mostrar sus libros ante el público alemán? ¿O era Baltasar Porcel únicamente quien ameritaba tal privilegio? Y ya no preguntemos si Pere Gimferrer debía presentar tan solo la mitad de su obra en las mesas, la escrita en la lengua normativizada por Pompeu Fabra, y dejar en casa su otro yo; el de Arde el mar, sin ir más lejos. Estas disquisiciones ponen de relieve que lo político ha llenado de betún cualquier intento de establecer una definición lógica y de sentido común, y hay que llevar a cuestas siempre el rictus enojoso del que nos mira con sospecha. Mala papeleta: no es fácil hablar del tema tan solo desde una óptica filológica, e incluso es difícil también hacerlo como un lector que lo único que quiere es sentarse en un sofá, abrir un libro y dejarse llevar, buscando el placer estético y que le cuenten historias solventes.
Me imagino que todavía debe haber entrevistadores que, puestos ante el escritor de turno con la grabadora en ristre, sueltan la pregunta:
-¿Y usted por qué escribe en catalán?
Mientras una frase de este estilo todavía sea inteligible y no muestre la evidente contradicción que conlleva, será una prueba irrefutable de que el problema persiste. Y es que es imposible saber si el listillo busca una respuesta de Perogrullo (con lo cual debería ser despedido de inmediato del periódico para el que trabaja: “Porque soy catalán y es mi lengua habitual”), se hace el listillo doblemente (y no queda más opción que responder con desdén: “Por joder”) o, peor aún, articula las palabras con convicción y cree estar haciéndole un favor a la sociedad: ha descubierto a alguien en falta y le recrimina su atrevimiento. Ante esto, la necesidad de explicarse no por hacer buenas (o malas) novelas sino por escribirlas en determinada lengua críptica sigue siendo un peaje ante la ignorancia del cobrador. Se quejan muchos editores de que las novelas catalanas traducidas al español no suelen tener buenas ventas: supongo que algunas merecen tales niveles de lectura, pero otras quedan afectadas ya de inicio por la nauseabunda igualación entre lengua y literatura minoritarias, y así se entiende que un territorio pequeño debe producir escritores de igual estatura literaria.
No hay duda de que si establecemos una comparación (odiosa, como casi todas) entre la producción en lengua catalana y la que nos llega desde otras lenguas minoritarias del país, lo catalán gana peso. Hay una tradición que nace en la Edad Media y que prestigia lo escrito desde entonces, y pese al batacazo que supuso la por todos conocida decadencia de la literatura catalana en los siglos XVII y XVIII, su recuperación posterior eleva la lengua al grado de instrumento que produce, también, belleza. Pero la normalización lingüística acaecida en los años posteriores al franquismo tuvo un problema de fondo que todavía no ha sido superado: como se trataba de potenciar (ya sea con subvenciones, ya sea con aureolas de prestigio) todo lo que salía de las plumas catalanas, hubo espaldarazos y parabienes hacia cualquier individuo que escribía dos renglones seguidos. Con lo cual, lógicamente, en las mesas de novedades tuvieron lugar batallas que enfrentaban a escasas mentes brillantes con numerosos ejércitos de escribanos a sueldo; o sea, que un Jesús Moncada, por ejemplo, tenía que vérselas con los quilos de papel que las muchas maripausjaners y las mujeres (¡y los hombres!) que hay en ellas iban esparciendo por el territorio. Las novelas catalanas se multiplicaron por cien, con la consiguiente invasión de folklorismo y costumbrismo que escaló posiciones con el cheque en el bolsillo.
Al final el público tuvo que abrirse paso a machetazos por esa senda y buscar lo sobresaliente entre tanta hojarasca. Omito añadir que esa hojarasca baña los caminos de cualquier literatura mundial, pero en el caso específico de Cataluña se había pagado a los árboles para que dejaran caer esas hojas secas: he ahí la gran diferencia.
Este domingo me pongo a leer el penúltimo boom de la literatura catalana, por curiosidad y también por cierta vocación de estar al tanto. Lo comentaré en su momento, así como abriré otro capítulo para poner nombres y apellidos a esta historia.
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