Me coge con el pie cambiado la muerte de José Saramago y de Carlos Monsiváis, mientras regreso de un viaje por El Salvador y a punto de seguir con el comentario del resto de cuentos de Llamadas telefónicas. Nunca la muerte llega en el momento adecuado, pero estas dos desapariciones simultáneas parecen haberse puesto de acuerdo para que el duelo sea mayor, más contundente.
Hace años que no leo a Saramago. La razón es precisa: las novelas con mensaje, o las novelas metafóricas me parecen ejercicios de una gran simpleza conceptual. Ni la prosa del portugués, bien armada y de lectura agradable, logra atrapar mi interés por historias de ciudadanos que votan en blanco, sobre epidemias que dejan a todo el mundo ciego o sobre un país en el que la gente deja de morir. Estas historias podrían liquidarse como cuentos sugerentes, pero no como novelas más o menos complejas. Tampoco El evangelio según Jesucristo, primera de las obras que leí del autor, logró interesarme lo suficiente como para abundar mucho más en su literatura.
En cambio, el papel de intelectual crítico y comprometido que ha desempeñado Saramago en esta última década, especialmente después del Nobel, me parece su aporte más valioso y perdurable (y que lo emparenta, océano de por medio, con el caso de Monsiváis). En un contexto histórico como el actual, en el que se van perdiendo los referentes doctrinales y en el que gana el relativismo y la acumulación de saberes desordenados, la función del intelectual debería ayudarnos a marcar pautas, fijar ideas, discernir entre la verdad y la mentira, desnudar al hipócrita, romper dogmatismos y abrir nuevos caminos. Saramago, comunista confeso, logró superar la rígida doctrina de su filiación política y hacerse incómodo cuando tocaba: ya sea criticando al régimen cubano por los presos políticos o a Daniel Ortega por su traición al sandinismo, se convirtió en la piedra en el zapato de los nuevos revolucionarios autoritarios. Crítica desde dentro, sí, pero más necesaria incluso que la de aquellos liberales de quienes siempre se espera el mismo discurso.
El riesgo de Saramago era el de aparecer de manera perpetua como un abajo firmante: todos solicitaban su parecer ante cualquier injusticia mundial, y siempre estaba ahí para opinar acerca de lo que se antojara, ya fuera la ocupación israelí en Gaza o la huelga de hambre de Aminatu Haidar. Eludió el riesgo siendo coherente consigo mismo y no respondiendo a ninguna corriente sectaria. Por eso se le escuchaba y se le aplaudía.
Monsiváis era otro referente intelectual de estos años, a quien también habría acompañado Vázquez Montalbán si no hubiera fallecido antes de tiempo. Su voz era menos política que cultural: un derroche de sensatez sobre el México de su tiempo y a través de la crónica como género. Recuerdo ahora, y tengo a mano, un sagaz artículo publicado en Letra Internacional en la primavera de 2005, “Elogio (innecesario) de los libros”, previo a la fiebre del libro electrónico y de donde extraigo este fragmento:
Gracias a la lectura, cada persona se multiplica a lo largo del día. El impulso del personaje de un relato, de una atmósfera literaria, de un poema, renueva y vigoriza las opiniones morales y políticas; vuelve por una hora en poeta o en narrador a quien complementa con la imaginación de lo leído; ayuda a situarse ante el horizonte científico o social; vigoriza el sentido idiomático.
Motivos suficientes, también, para la existencia de un blog sobre libros tan inútil como éste. Sin Saramago y sin Monsiváis, y con todo lo que está por venir.
La clase de griego, por Han Kang
Hace 16 horas
2 comentarios:
No he leído la obra última de Saramago, pero creo que dos de sus novelas de los ochenta si que merecen atención: El año de la muerte de Ricardo Rei e Historia del cerco de Lisboa. Al menos, la impresión que recuerdo de cuando las leí es muy grata. En homenaje suyo, tal vez relea alguno de esos dos títulos.
En cuanto a tu blog, lo he descubierto hace muy poco, y desde luego que merece la pena su existencia, aunque Monsiváis no hubiera dicho lo que dijo.
Un saludo.
Probablemente sea la primera obra de Saramago, sus primeras novelas, lo que debería sobrevivirle. Tengo un vacío en ese aspecto y no puedo pronunciarme con argumentos, pero son varios los que ya me lo han sugerido. Debe ser un caso similar al de Torrente Ballester, con libros perdurables en su primera etapa y literatura puramente alimenticia en la última.
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