Al hilo de la lectura de El viento de la luna, aprovecho para retomar algún tema que no apunté antes y que ahora me ronda por la cabeza insistentemente. Hablo, por ejemplo, de la distinción entre novela (como entramado de ficción) y relato autobiográfico.
Cuando una obra aparece en una colección que atesora mayoritariamente relatos y novelas, la predisposición a la lectura es precisa. Quiero decir que por mucha autoficción que exista en ella, mi aproximación será como la del oyente externo a quien le cuentan una fábula, una historia inventada. La colección “Biblioteca Breve” de Seix Barral cumple esos requisitos, y ante cualquier libro del sello yo asumo que estoy leyendo ficción, épica o como demonios quieran llamarle. No se trata de ningún corsé, pues en el fondo tampoco creo a pies juntillas en la separación de géneros, pero sí en la verdad y en la mentira aplicadas a la realidad. No puedo acercarme a la novela con la misma actitud con la que voy al ensayo histórico o a la biografía, por mucha verdad literaria que encierre la primera. Esta distinción entre verdad circunscrita a la realidad objetiva o a la literatura es simple, pero parece que acongoja a muchos lectores.
Después de la lectura de El viento de la luna, mi posición es prístina: la novela de Muñoz Molina, que retrata la cotidianidad de una familia en un entorno rural en 1969, coincide con vivencias propias del autor, y el mismo protagonista (eso ya lo dejé escrito en la senda) comparte también la edad del autor en ese mismo año. Escarbando un poco acumulamos todavía más similitudes: en una entrevista con Justo Serna realizada en 2004 (o sea, dos años antes de la publicación del libro, y supongo que antes de su escritura, aunque eso ya no lo puedo asegurar), Muñoz Molina hace referencia a dos personas con quienes compartió aula en su adolescencia y que aparecen en la novela con los mismos nombres y actitudes:
Había una pareja tremenda en segundo de bachiller, dos forajidos que iban siempre juntos, internos, con mirada torva y granos en la cara. Uno se llamaba Endrino y el otro, adecuadamente, Rufián Rufián.
¿Hace todo esto que podamos considerar El viento de la luna como una obra autobiográfica? Yo me niego en rotundo, por cuanto no hay un aviso previo del autor en relación a este hecho o al modo en que hay que afrontar la lectura de la novela, y lo más fundamental (mucho más que la Mágina simbólica y literaria que acoge las idas y venidas de los personajes): el protagonista es innominado y nadie le llama Antonio. Este sutil recurso, extraordinario a mi entender, dice más que cualquier cúmulo de escenas sacadas de una supuesta realidad histórica. Quizá todo encaja con la vida, y la escuela sea real, y la plaza y sus calles correspondan a unos espacios por los que mañana podamos pasear. Pero Antoñito rehúye fijar su nombre, y la ficción se cuela por los cuatro ángulos de cada página. Juanramonianamente, quiero decir.
Pero qué gran verdad ha escrito Muñoz Molina, y de qué manera me la he creído desde dentro de la obra y desde sus entramados literarios. Así ocurre con las buenas novelas, o eso dicen.
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La crónica sentimental de Arcadi Espada sobre los 40 años de Anagrama es aguda, aunque mis libros favoritos no sean los suyos, así como cada lector tendrá su lista propia. Pero es cierto que 40 años no pueden ser sólo un proyecto editorial y acaba siendo un proyecto cívico y moral. Quién sabe si el último.
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De ese proyecto se bajó en julio, y yo me enteré muy tarde, Enrique Vila Matas. Ya que a él le gusta el tema, no puedo evitar la comparación con los cambios de equipo futbolístico de las grandes estrellas. Me importa muy poco el motivo (más lectores, más dinero) y mucho el simbolismo. Deja la camiseta gris de Anagrama por la blanca de Seix Barral. El estadio es más grande pero el equipo tiene demasiadas individualidades (jugar junto a De Prada no debe ser fácil). Me va a costar verlo con la nueva vestimenta y sufriré con Dublinesca, así como los culés hemos sufrido por los siglos de los siglos.
Minimosca, por Gustavo Faverón
Hace 1 día