sábado, 13 de junio de 2009

Hacerse un Maigret


Ayer me hice un Maigret en pleno centro de San José. No es nada escatológico: consiste en ir a la librería, buscar en las mesas de ofertas (los maigrets están siempre ahí, al acecho del comprador infrecuente), escoger uno de los volúmenes con una dosis bastante fuerte de azar (yo opté por El perro canelo porque me gustan los perros) y caminar hasta un parque amable para sentarse en un buen banco. Y ya está.

Bueno, luego viene el acto: leer por puro placer y de vez en cuando echar una mirada a las muchachas que corren desenfadadamente haciendo footing. Comenzar y terminar un Maigret de una sentada debería ser una experiencia obligatoria una vez al año. Si hay un libro que merezca ese acercamiento, de abrirlo y no dejarlo reposar hasta llegar a la última página, ese es un Maigret. La cadencia de la historia y de las frases es un acto unitario incuestionable: romper ese hechizo (dejar abandonado el libro a medias, sobre una mesilla) sería un sacrilegio.

A Simenon le pongo muy pocas objeciones a lo largo de estas lecturas: podría achacarle un exceso en dar por sentado que un elemento cotidiano puede ser siempre motivo de sospecha (el propio perro del título es observado con sorpresa por todos los personajes, un simple perro callejero al que nadie prestaría la más mínima atención), o esa rara capacidad, tan naturalmente insertada en la novela policiaca, de ver como algo raro que una camarera se ponga a hacer cuentas detrás de una caja registradora. Pero es el meollo de esta literatura: el autor sabe mucho más que nosotros, y al lector sólo le está permitido averiguarlo en cuentagotas, aunque sea a costa de la cotidianidad.

Hay otro elemento clave: la lluvia, el olor del mar, las barcas repicando contra el muelle, la oscuridad de la calle y las ventanas y postigos cerrados. El paisaje no es banal en ningún detalle, no hay descripción inocente: la trama policial podría verse resquebrajada si no hubiera un entorno favorable para que se desarrollara. ¡Qué difícil imaginarse a Maigret paseando entre parques temáticos y franquicias de comida rápida! El chapoteo de sus zapatos sobre el suelo mojado del muelle es la necesaria contrapartida al disparo. Al disparo literario, claro.

Esta reacción omnívora a las novelas de Maigret me ocurre pocas veces. Soy lector lento, reviso cada frase y releo muchas, me detengo ante algunos párrafos y mi mente divaga. Si no me ocurre eso en Simenon no es por una prosa mala que me obligue a avanzar veloz por las páginas: es porque el ritmo narrativo se adapta casi al ritmo vital de una tarde lluviosa de junio. El lenguaje y el tiempo felizmente unidos en un parque centroamericano, en el que jamás habría osado poner el pie Maigret.

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