martes, 30 de mayo de 2006

Descodificando

Por fin cumplí con mi deber de ciudadano del mundo. Reconozco que muy tarde, cuando ya tantos millones de ecos pululan por esta red, y no digamos ya tantos other millions que lo hacen en el esperanto moderno. Cuando ya no quedaba nada más por decir y el hartazgo nos produce somnolencia, me sumo a la avalancha y dejo mis bytes aquí, en este recodo de la senda, pero intentando no reproducir el sintagma nominal (lo digo ahora que escribo estas primeras líneas, no sé si lo conseguiré) cuya sola mención haría subir un poco más el contador de Google: solidarios sí, pero no tontos.

No seré a estas alturas un gruñidor quejoso, entre otros motivos porque no vengo hoy a hablar de literatura ni de arte, sino de libros y cine. Y después de ver la película, tengo clarísimo que mi decisión fue la correcta. Me negué siquiera a abrir la primera página en su día, confiando en el criterio literario de la gente de quien realmente me fío, y esperé a que la palabra se hiciera imagen. Ahí estaba uno, pasando dos horas y media de distracción y evitando varias horas de inútil esfuerzo (soy un lector lento), pues uno ya no lee sólo para divertirse sino que necesita otros estímulos. Lo visto ayer, pues, confirma las sospechas: aquí no hay ni construcción de personajes, ni reflejo de angustias personales, ni búsquedas de destinos y sentidos últimos, siquiera un intento de aproximarse a la condición humana. Esto no es más que una acumulación de peripecias, una tras otra, para llegar a la traca final. Un castillo de fuegos artificiales.

Los elementos para que yo gozara de algo así estaban esparcidos sobre la mesa, y debo decir que me sorprendí de que se conjugaran todos con tal sincronía: siempre me han gustado los cohetes y las mascletás, también los crucigramas y los acertijos, tuve pasión en mi adolescencia por todo lo oculto, en mi biblioteca hay algún que otro libro sobre templarios y sobre la inquisición. ¡Incluso Tom Hanks no me desagrada! Entonces, ¿qué razón había para no jugar a este juego? Este cine de palomitas es necesario para mantener una industria del espectáculo que cumple su función, y de la cual todos, un día u otro, nos beneficiamos. El simple goce de quien se deja engañar y se somete a la atracción de las fórmulas infalibles (asesinatos + códigos secretos + conspiraciones + propaganda efectiva) sirve para cualquier tarde de domingo, y no hay que darle muchas más vueltas.

Sólo merece la pena detenerse un rato a pensar por qué algunas de estas construcciones adquieren valor social y otras pasan desapercibidas. Qué hace que un libro escrito a partir de fórmulas trilladas se propulse en las listas de ventas y contagie a todos. He escuchado a amigos decirlo con la voz bien alta y sin tapujos: “No es un gran libro, pero...”. Ah, ese pero: en esa adversativa se esconde el animal irracional que todos llevamos dentro, sacándolo a pasear en cuanto la corriente nos alcanza y nos lleva por su avenida. Nadie parece admitir que sea un buen libro, pero la resistencia no ha sido suficiente. Lo dicen muchos después del sexo: “No fue el mejor polvo de mi vida, pero...”. Si a lo que se viene es a disfrutar, ¿quién le va a poner etiquetas de calidad al párrafo, al meneo circunstancial? En este caso, el engranaje de captación es la secuencia de criptogramas que nos desvelan el siguiente eslabón de la cadena, y nuestro afán humano por concluir la secuencia nos atrapa de una manera diría que casi científica. Una obra así podría haber sido diseñada por un ordenador: el escritor mete los ingredientes y la máquina los mezcla, hasta sacar un producto que juega con un instinto muy primario, el deseo de saber qué hay detrás de la cortina.

Y todavía me interesa sacar a flote alguna de las trampas, por simple deformación profesional. Esta película, de la que Hitchcock hubiese salido con los nervios a flor de piel (todo en ella es un amasijo de McGuffins, uno tras otro) lo cuenta todo sin explicar nada. Es decir: la aureola de sabiduría con la que se envuelve (así es el misticismo, tan vacuo como su origen) siquiera disimula que toda la búsqueda no tiene donde sujetarse. Alguien ha escondido un secreto para que el lector-espectador juegue, independientemente de que los protagonistas no tengan razón alguna para hacerlo. El pobre viejo que muere al iniciarse la historia ha encriptado ese secreto hasta el infinito, pero no para la pobre Audrey Tatou, sino para que cada uno de nosotros resolvamos el jeroglífico. Y sólo al final, en una escena que no sé cómo queda reflejada en la novela, se nos guiña el ojo (e intuyo que esa no era la intención inicial) a través de un pie que la protagonista mete en el agua y que se hunde sin milagros. Ahí, en esta inmersión, queda al descubierto toda la impostura, con exactitud metafórica: el señor Brown, en todas las páginas anteriores, no ha hecho otra cosa que ir metiendo los pies en el agua y caminar, caminar sobre ellas y regodearse de su hazaña, pero al final nos da un codazo y nos dice: “amigo, todo tenía su truco”. El mago enseñando sus trampas: ¡nadie pagaría por otra actuación! Pero nos hemos dejado seducir tanto por lo lúdico que ya importa poco, a esas alturas, que nos muestren la carta marcada. Ya se sabe: esto no es arte ni es literatura. Pero.

martes, 23 de mayo de 2006

Nancites 9

1. Lo que contó John Irving en su reciente visita a Barcelona tiene, sin lugar a dudas, mucho interés, y lo reseñan bien en Bluelephant's ballad. Cada escritor tiene sus manías y sus estrategias a la hora de afrontar una nueva novela, y éstas pueden ser tan contradictorias como escritores y novelas haya:

"Primero trabajo por algún tiempo en la frase de cierre, dijo, luego empiezo a acomodar palabras sobre ella y a los pocos meses tengo un bosquejo de un capítulo de cierre. Una vez ahí, cuando sé cuál será la conclusión, cuando conozco qué personajes importarán y cuales tomarán parte en la construcción de ese último texto, empiezo a escribir intentos de primeros y segundos capítulos, siempre recordando esa última frase, siempre viéndola al fondo. Yo sé que me va a tomar tiempo, seis, siete años, pero también sé mi frase de cierre, sé que el armatoste ya está dispuesto y que yo estoy sólo rellenando. Para terminar me basta poner una frase tras otra hasta alcanzar esa primera que decidí. Yo no sé volar a ciegas. No me imagino cómo hacen los novelistas que no saben qué va a ocurrir. No los entiendo."

Vale la pena contrastar estas declaraciones con las que hizo Javier Marías en la presentación de Tu rostro mañana 1, en Barcelona, junto a Juan Villoro en 2002:

"A veces he recordado esa imagen de los escritores que trabajan con mapa; es decir, que saben de antemano cuántos capítulos va a haber, cuántos personajes, qué le pasa a cada uno de ellos, cuándo y quién va a morir, quién no. Saben el camino que tienen que recorrer y en el mapa encontrarán dónde están los ríos, los desiertos, etcétera. Ése no es mi caso, me aburriría mucho si así fuera. Tendría la sensación de que redactaba solamente y el proceso de averiguación, entendido como el proceso de la historia, carecería de interés: si conozco la historia desde el principio, ¿para qué voy a escribirla? Yo trabajo más bien con brújula. Eso no quiere decir que uno no sepa a dónde va, porque la brújula justamente nos lo indica, pero lo que no se sabe es cuándo se va a encontrar uno con los ríos, con los desfiladeros, o si no va a haber siquiera ríos, desfiladeros, etcétera. Todavía me sorprenden mucho —en parte los envidio y en parte los compadezco— los colegas que dicen que los personajes se les rebelan, que cobran vida propia. Yo digo: "¡Esto no puede ser, son entes de ficción!" No me puedo imaginar un personaje que haya inventado diciendo: "Pues me quedo unas páginas más y te jodes, Marías". Esto a mí no me pasa."

Entre la creación de un final anticipado de Irving y la brújula sin mapa de Marías hay otras sendas infinitas para la creación, y noto que cada vez me interesa más conocerlas: deben ser cosas de la edad. Pero, ¿cualquier argumento o trama es encajable en toda opción? Estoy seguro de que no: la idea de que el fondo crea la forma es tan atractiva como el hecho de pensar que un escritor que aplica un método no puede narrar sobre cualquier asunto, sino que está supeditado a un cierto tipo de historias. No exagero: escribir una novela negra de género sin conocer el final, a lo Irving, sería muy difícil. ¿Qué narrador podría dirigir a sus detectives y asesinos hacia un desenlace que se le va descubriendo a cada página, sin saber quién es quién hasta poco antes de escribir la palabra fin? El juego permite múltiples variantes, y diversión asegurada: ¿qué escritores entre nuestros favoritos usan uno u otro método, o cualquier nueva bifurcación? Yo puedo saber a ciencia cierta cuál usa Ian McEwan, y no he leído ninguna declaración suya al respecto.

2. Lo más impresionante de la foto es la sonrisa imperturbable del hombre de gafas. Cualquiera, en su circunstancia, miraría de reojo hacia las llamas y mostraría un rictus espantado. Pero el hombre sigue agarrando el papel con el índice y el pulgar, la mirada siempre al frente, ¡y no se quema! Sin duda, me quedan muchos milagros por descubrir acerca de El código da Vinci, pero nunca me hubiera imaginado que la incombustibilidad de sus lectores (ya sean convencidos o apóstatas) fuera una consecuencia directa de varias horas dedicadas a la fútil persecución de lo sublime.


3. Me entero por el siempre avisado Iván Thays de la reedición de García Márquez, historia de un deicidio, de Vargas Llosa. Estuve buscando hace algunos años éste y otro de sus libros inencontrables, El pez en el agua, que desde hace unos meses volvió a aparecer también en las librerías. Coincide todo esto, ni falta hace decirlo, con la publicación en España (espero que a Centroamérica llegue en pocas semanas) de su última novela: si la leo, cosa bastante probable, será por los capítulos en que habla de España y de su espectacular transformación en los años 80, pasando de un país pueblerino marcado por la represión y los prejuicios a una democracia moderna. Qué extraño que ese momento histórico no haya dado aún una gran novela de peso, más allá de pequeñas aportaciones de interés, y que sea precisamente un peruano el que colateralmente haga una aportación al asunto. No hablo, claro, de ambientaciones, sino de explicaciones acerca de un país que revienta y de unos ciudadanos que descubren, de pronto, que la vida era otra cosa.

4. Me traigo la idea del blog de Arcadi Espada y modifico el destinatario: un lugar en el mundo para el crítico Manuel García Viñó.

viernes, 19 de mayo de 2006

El affaire García Viñó

El día 14 de octubre de 2005 se publicó en este blog un artículo en referencia a un texto de Manuel García Viñó sobre Javier Marías, de cuya existencia me avisó muy amablemente Magda. En la columna de la derecha (sección archivos) cualquier lector puede buscar el artículo, el enlace y los numerosos comentarios que suscitó el asunto. Cuando parecía que todo esto era ya historia, un lector comunicó a García Viñó la existencia del artículo y de paso la de este blog, a cuya llamada acudió el interpelado de inmediato con una respuesta que subo hasta el cuerpo principal de la página. Sin recortes ni modificaciones, pero con los comentarios de quien suscribe, estas son las palabras de Manuel García Viñó (los corchetes y cursivas son míos, la mayonesa y el ketchup son suyos):

Documento “trampolín”

Un amigo ha encontrado ese blog y me comunica su existencia. Supongo se me permitirá caminar por esa “senda de los libros” un breve espacio, [no hay muros aquí y el tránsito es libre] para defenderme de tantas insidias, calumnias y sandeces como se han vertido sobre mí.

Procuraré la máxima brevedad y espero que quienes me lean comprendan que en mis palabras se trasluzca un ligero cabreo.

Empezaré, creo que lógicamente, por la necia y vacía Anacrusa, que me llama loco, patán y bilioso resentido -¿sabrá ella lo que significan esos tres epítetos?-, sin haberme echado la vista encima, sin haber leído uno solo de mis cien libros [el 14 de octubre yo conté en el ISBN 74 y me informan ahora de que ya son 77: pero no niego que usted llegará a los cien tan campante] y sin saber que soy, como ella, doctor en Derecho por la universidad de Bolonia, doctor en Filología Hispánica por la de Sevilla y licenciado de en Física Teórica por Heidelberg. Soy también el único español, en toda la historia, [¿la historia de España? ¿la de Europa? ¿la universal?] que más se ha ocupado –veinte libros- del género literario novela, desde los puntos de vista histórico, crítico, sociológico y estético. [en este punto estoy abrumado por las cantidades; todo suma en usted: títulos académicos, libros, puntos de vista. Más y más]

El único español que ha publicado una “Teoría de la Novela” (Barcelona, Anthropos 2005). Mi libro “Mundo y trasmundo de las leyendas de Bécquer” lo publicó el más grande filólogo español del siglo XX, Dámaso Alonso, en la Biblioteca Románica Hispánica de Editorial Gredos, algo así como la capilla Sixtina de los estudios filológicos españoles, donde a usted no la dejarían ni barrer el suelo. [el único, el más grande, la capilla sixtina: hay sintagmas que se recuestan en el colchón con su obesidad grasienta. Más y más]

Continúo por el tontorrón que se escandaliza de mis nulas, o casi nulas y confesadas, relaciones con Coetzee, a propósito de las cuales Jacobo Deza miente, como en tantas otras cosas, pero da igual. Señor Paco, usted, que sí ha leído a Coetzee, y a Pérez Reverte y El código da Vinci, ¿ha leído a Fray Luis de León, el mejor prosista de la lengua española; a San Juan de la Cruz, el mejor poeta; a Fray Luis de Granada, a Quevedo, a Gracián, la Picaresca, Cervantes, Herrera (el primer crítico literario de nuestra lengua), a Lope, a Villegas, etc., etc. ¡Pues entonces, gilipollas!!! A mí, y teniendo en cuenta lo que yo busco, me ha bastado hojear a Coetzee, a quien por supuesto respeto, para saber que no me tiene nada que decir. [sería un verdadero milagro que Coetzee le tuviera algo que decir a usted. De hecho, Coetzee escribe precisamente para que personas muy distintas de usted le lean] Yo no leo para estar al día, señor Paco. Yo leo con una intención muy determinada. Tampoco leo novelas para enterarme de su tema y argumento. Leer así, como usted, como ustedes, hacen, es una torpeza que jamás conducirá a la posesión de una formación humanística. Le diré lo que he leído en los últimos diez años… ¡Como para tener tiempo de leer a Coetzee y los demás que anuncia Babelia! He leído y releído, solamente, Presocráticos, Nietzsche, Idealismo Alemán y Cosmología. [toma ya. Un crítico literario con 77, 100 o quien sabe cuántos libros que procura no leer literatura]

Jacobodeza es el clásico tipo de fulano al que su idolatrada madre, por quererlo demasiado, lo desgració para toda la vida. “Jacobodezito, hijo, le diría una y otra vez, tú eres muy gracioso. ¡Y cuánto sabes!” Y el desdichado se lo creyó y así ha llegado hasta aquí para evacualla en el extrarradio (cagarla fuera, diría Anacrusa, la muy basta). Aprenda a citar con propiedad o no cite: Era así: “¡Caramba, dijo el cartero, / tres libros de Marrodán / y estamos a dos de enero!” Todas las citas que hace de mí, las hace mutiladas o tergiversadas. Y, por supuesto, eligiendo las dos menos contundentes entre varios cientos. En dos o tres ocasiones me achaca haber dicho lo contrario de lo que dije. Yo sostengo que Javier Marías es quien peor escribe o ha escrito nuestra lengua en todos los tiempos y lugares. [a estas alturas uno piensa si hay que seguir leyendo o no: la prosa superlativa y biliosa produce ardor de estómago] Y lo he demostrado en mi libro “La Gran Estafa: Alfaguara, Planeta y la novela basura”, Ed. Vosa. Pero casi no hace falta leer mis seiscientas páginas (no sólo sobre Marías, claro; también sobre otros/as). Sólo por haber escrito, en El Semanal, que “ETA asesinó a un concejal sevillano con su mujer incluida” es para descalificarlo para toda la vida. ¿Y esto? Dice que alguien está en un gran almacén y: “Entró en la sección viril y se echó unas gotas de aroma en el envés de sus sendas manos”. Sección viril, aroma por perfume y ¡el envés de sus sendas manos!... Este es el rebuzno más poderoso que se ha escrito en lengua española. No tiene remisión posible… En fin, pedante de mierda, a ver si tiene usted lo que tienen las personas dignas y no tienen los payasos: le reto a sentarse conmigo a una mesa con la obra de Marías que usted quiera delante, a ver si es capaz de justificar los cientos de confusiones, coces al diccionario, chistes involuntarios, pruebas de retraso mental y chorradas que yo le señalaré. Mi dirección es: ligeia@auna.com. [gracias por la invitación, pero declino su oferta: a estas alturas he contabilizado un necia y vacía, un tontorrón, un gilipollas, un fulano y un pedante de mierda. Con este ajuar no acostumbro a debatir con nadie]

No voy a contestar ni a Potno ni a Magda ni a Anonymous, tan tontos y analfabetos como para acompañar dignamente a Jacobo Berzas, digo Deza. Anónymous, además, inmoral, al dejar una cita por la mitad.

Finalmente, gracias a Javier por su defensa de mi postura y de la racionalidad de que carecen los otros, pero ¿por qué motivos oscuros o, mucho menos, envidia? ¿Tanto cuesta admitir que alguien actúe simplemente por amor a la literatura, a la verdad y a la justicia? [¿no era Scarlett O'Hara quien pronunciaba una frase así?] ¿Tan raro resulta que luche por ellas sin fines bastardos? Ya sería de por sí estúpido envidiar a un Forrest Gump e la literatura como es Javier Marías, pero es que si lo de la envidia se refiere a su éxito mediático y económico tengo la prueba de que no es, no puede ser, así: quien quiera puede buscar en cualquier hemeroteca el número de mayo de 1965 de la revista “Humanidades”. Contiene un estudio de mis tres primeras novelas y una entrevista conmigo, en la, que, entre otras cosas, decía lo siguiente -¡en 1965!-: “aspiro a ser un escritor de minorías, y mis ambiciones de venta no pasan de aquel número de ejemplares que mi editor necesite para no perder dinero y publicarme el siguiente libro”.

Mi enhorabuena una vez más a Jacobo Deza por haber escrito: “lo dicen los lectores que son los que más saben”. Hay que ser necio y navegar por las más espesas brumas del desconocimiento, para hacer esta afirmación. [no: me basta simplemente con no ser el mejor licenciado en Física Teórica por Heidelberg de todos los tiempos y lugares habidos y por haber. Fíjese cuánto ha ganado la física teórica sin la participación de este humilde lector]

Un saludo a Javier. Manuel García Viñó.

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Y esta fue la carta. Las personas aludidas en ella sabrán perdonar el hecho de haberlas obligado a subir hasta aquí, sin su consentimiento. Pero no seré yo quien quite una coma o corrija una palabra del Único Español: ahí queda, para lumbre y ornato de las futuras generaciones.

martes, 16 de mayo de 2006

Capote


Comenzaré por el final: lo más extraordinario de esta película es lo menos cinematográfico de ella, lo que más la aleja del cine puro y la acerca a la página escrita. Cuando Capote espera el desenlace de la historia y se debate entre la necesidad de desear la muerte del protagonista y ahuyentar ese malaje con el sentimiento, asistimos a una excelente descripción del diálogo tan actual (todavía ahora) sobre ficción y realidad. Capote desea terminar su novela, titularla, darle un sentido último, pero su elección–invención, la non fiction novel, le obliga a avanzar al ritmo en el que la realidad también avanza, adecuando el tiempo literario al tiempo cronológico en el que va relatando hechos y dándoles forma. Está más preso que el asesino, buscando la llave que le permita salir del laberinto tan fecundo en el que se ha metido.

Esa es la magia de la película, la que al final nos llevamos a casa envuelta en papel de celofán y queda gratamente impresa en la memoria. El resto no es más que retazos de una excelente historia contada con gran oficio: hay una secuencia en el que un fondo musical muy neoyorquino (ya no sé si es un ragtime o un jazz muy ligero, tanto da: puro New York) va subiendo de intensidad mientras se proyectan consecutivamente cuatro imágenes fijas que nos llevan al lugar en el que se toca esa música: el paisaje de rascacielos, las calles de la ciudad, las escaleras del club... y ya estamos en la fiesta, a todo volumen. Así comienza también Psicosis, hasta que nos metemos por la ventana en una habitación indiscreta mientras los amantes se ponen la ropa.

De lo que me siento incapaz es de escribir sobre Philip Seymour Hoffman, porque la maestría de su reencarnación es tan descomunal que a partir de ahora jamás veré a otra persona cuando piense en Capote que a este agraciado actor. Si Capote no fuera como es él me sentiría decepcionado: yo quiero que el escritor se parezca a Seymour Hoffman, quiero que se ría igual que él, que su pose mientras bebe whisky con los amigos sea exactamente esa y no otra. Este ser inventado del celuloide está a la altura de los mejores personajes literarios y es casi seguro que la realidad debe ser mucho más descafeinada que la ficción que emana de este Capote.

La invitación a la lectura de A sangre fría es otro de los estímulos que se extraen de las casi dos horas de metraje. No es nada sencillo esto: la película cuenta todo el proceso de escritura del libro, y por lo tanto cualquier motivo sorprendente (sobre la trama, sobre la evolución de los hechos, sobre su final) queda puesto en evidencia. Tampoco es que esto sea tan malo: qué triste sería leer libros sólo para que nos muestren la pirotecnia que hay en algunos fragmentos de cada novela. La invitación es, pues, a disfrutar de lo que a todo espectador se le antoja como gran literatura, como arte. Se encienden las luces de la sala y el paso siguiente, obligado, es ir a la librería: nos importa poco que ya hayamos visto la horca, como tampoco nadie se pregunta por la cama en la que muere Alonso Quijano antes de leer a Cervantes: lo que vamos a buscar es el placer que proporciona la palabra bien escrita, y después de ver la película nos embarga la sensación de que nos urge recuperar ese clásico, empaparnos de la técnica que convierte una obra aparentemente sencilla en maestra.

¿Y quién iba a pensar que esto llenaría una sala de cine precisamente aquí, donde debe ser tan difícil (todavía no lo he probado) encontrar A sangre fría? Es posible que muchos entraran a ver una película de gángsteres, de high society y de balas perdidas, pero se llevaron la excelente lección de ver literatura y no salir trasquilados: con que hayamos ganado un solo lector habrá valido la pena el viaje.

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La Razón de la sinrazón a veces produce artículos destacables: como coda al texto anterior, este apunte sobre realidad y ficción que anota nombres como Easton Ellis, Vila-Matas, Sebald, Cercas o Eco, y que es capaz de no mencionar ni una sola vez a Capote.

jueves, 11 de mayo de 2006

Un médico y sólo un médico

(Tercera parte)

¿Y si Henry Perowne fuera un contador de la propiedad? Pocas veces se da un ejemplo tan claro como el presente de la necesidad de otorgar una profesión específica a un personaje. Si Perowne fuera una decorador, un analista de software (¡incluso un escritor!) esta novela no sería posible o se derrumbaría como un castillo de naipes. Veamos la fórmula: desde las primeras páginas se nos anuncia una secuencia de hechos que van a suceder durante un sábado cualquiera. Sabemos que Perowne se levantará, irá a jugar a squash con un colega de trabajo, comprará pescado, hará la cena para su hija (que viene de regreso de París...). Mientras escribo esto no sé si en realidad el día transcurrirá por esta senda marcada, pero en cualquier caso, las variaciones que puedan producirse, fruto del azar o de la voluntad expresa, lo serán sobre ese plan ya trazado por un ciudadano común. El mismo plan que nos encierra a todos cada jornada en un destino prefijado. Ante este abismo de monotonía, la novela no puede transcurrir solamente por la narración de las actividades anunciadas: nadie, ni el lector pero tampoco el mismísimo autor, aguantaría el hartazgo de leer o escribir un tratado jurídico sobre hechos acaecidos:

-¿Dónde estuvo usted la mañana del 15 de febrero a las 9.25 am?
-Peloteando en una pista de frontón, señor juez.

Hay que buscar, pues, otras vías de escape para que el armatoste literario se sustente. Y ahí es donde aparece la importante elección de la profesión. McEwan decide que Perowne sea doctor, y más específicamente un neurocirujano. El protagonista conoce el cuerpo y la mente humana lo suficiente como para adivinar en cada personaje y en sí mismo una reacción culpable, una enfermedad escondida, un gesto sospechoso, un amago de indecisión. Cualquier rictus se convierte en una prueba de cargo, y eso convierte la obra en lo que pretendía ser: un análisis de las reacciones de un hombre de hoy en una sociedad como la actual. Poco interesa Henry Perowne: nos interesa el hombre que hay en él y su circunstancia.

Siguiendo con el ejemplo del squash, hay una reación típica de lector avisado que se produce con matemática precisión. Desde el inicio de la jornada, Perowne nos anuncia su intención, como cada sábado, de ir a jugar con su colega. El lector se imagina que en veinte o cuarenta páginas va a pasar lo predecible: una larga descripción de un partido de squash jugado entre amigos. Esto, por sí solo, nos estremece ligeramente: qué descripción puede haber más aburrida que la de una pelota dando tumbos por las paredes, en un deporte que debe interesar a un puñado de personas. Avisar sobre algo sin interés es un riesgo del que pocos pueden salir bien librados: si me entregan una novela y me dicen que trata sobre un tipo que salta y salta a la comba, sin parar, devolveré el regalo. Pero una vez ya puestos en el ritmo de la novela no es tan fácil dejarlo, e incluso hay un prurito de interés por ver cómo sale airoso el autor de semejante envite. La solución no puede ser otra que la de crear una subtrama que acabe por imponerse por encima de los peloteos, que sólo actuan como sonido de fondo de un objetivo mucho mayor. Todo esto provoca que el Perowne médico ejerza su función con exactitud, y que cada reacción tenga su cumplida descripción profesional:

"El pulso más lento de Perowne aumenta unos instantes al oír el reproche: un arranque de cólera es como un latido adicional, una puñalada perjudicial de arritmia."

La cólera, la amistad, el empeño, la debilidad, el desencanto, el miedo, la frustración: estos son los grandes temas del squash, y me quedo corto.

(continuará)

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"El libro pasa, pero las imágenes son poderosas", dice el cristiano. Pocas veces se expone con tanta crudeza la invisibilidad de lo escrito, la nula presencia del lector en nuestra sociedad. Tanto da que se refieran al código Da Vinci: ciertamente, los 40 millones de ejemplares vendidos son papel ("manifiestos, escritos, comentarios, discursos") frente a la avalancha de fotogramas que se nos viene encima. Y añade: "Las películas llegan a las masas, también a quienes tienen poca formación y carecen de recursos críticos para distinguir qué es ficción y qué es realidad".

¡Acabáramos! El peligro ya no son los intelectuales que piensan y sentencian, sino las masas que responden instintivamente a los estímulos: ellas, y sólo ellas, serán capaces algún día de apreciar lo que los primeros ya saben desde hace siglos: que la realidad está en el cine y en los libros, y que la religión ha construído sobre sí misma una ficción de portentosas y alucinantes dimensiones.

jueves, 4 de mayo de 2006

Lo indecible

Cuando uno se plantea escribir, ya sea una obra de ficción o un ensayo, en algún momento puede verse en la tesitura de tener que contar algo acerca de aquello que le disgusta, sobre un tema oscuro sobre el cual hay que decir algo. Ciertamente, no son tantas las novelas que orillan el instante que eriza la piel (el cine sabe mucho de eso), y la mayoría, ya sea para mantener el ritmo literario o ya porque el autor crea que su propuesta se ve reforzada por esa escena, apuestan por momentos que luego pasan a ser los más recordados, cuando las páginas han reposado unos años y nos llegan chispazos de esa lectura, diálogos memorables o situaciones que perviven en la memoria.

Lo más duro debe ser plantearse escribir sobre lo que atañe directamente al corazón (tanto el simbolismo que representa como la víscera misma) y convertir eso en tema. No me imagino yo escribiendo sobre atrocidades que afectan a los seres humanos, incluso quizá ni a los animales: no descarto nada, claro, pero el hecho de anticipar mi estado anímico en el momento de verter tinta sobre un papel me obliga a optar por la vía más cómoda. Hay escritores que admiten que lo pasan mal cuando les toca escribir sobre determinados hechos, y su insistencia me asombra (y luego, como lector, puede llegar a deslumbrarme: así me sucedió con La ciudad y los perros, de Vargas Llosa). Recuerdo ahora al simpático Terenci Moix comentando sus encierros temporales para escribir sobre, pongamos, la vida de Josefina Bonaparte, y sus sollozos ante cada folio completado, su identificación con el personaje y su incapacidad para despojarse en la vida real, al menos en el transcurso de la escritura, de lo ficticio o pasado.

Digo todo esto porque estoy enfrentándome, y todavía voy por el primer capítulo, al Auschwitz de Laurence Rees, un éxito de ventas y de crítica del pasado año. El empujón definitivo me lo dio Justo Serna, al calificar en su desaparecido blog a esta obra como una de las más imprescindibles de la cosecha anual de 2005, pero ya antes había decidido lanzarme por el abismo. Lo que sucede ante un ensayo así es que uno ya vislumbra el agujero negro desde la portada y sabe cuál es el camino que lleva al infierno. Las sorpresas que depara una novela quizá aumentan el shock sentimental por lo inesperadas, pero adivinar la trama y estar esperando la descripción de la infamia produce un desasosiego creciente.

Ahora mismo estoy ante la conquista de Polonia y los procesos previos que llevaron a miles de personas a Auschwitz: la indecente separación de las personas entre germanos, polacos y judíos; la creación de los guetos; la deleznable prosa que emana de los discursos y las sentencias de los capitostes nazis ante las dificultades para ejecutar los procesos migratorios que limpiaran la región. Pero aun siendo tan pegajoso este lodo, el barro que viene promete hundirnos hasta el cuello. No por sabida la historia es menos cruel, y especialmente ante un ejemplo del más horroroso de los crímenes que puedan cometerse: el de exterminar a todo un pueblo, una cultura o una sociedad: un genocidio que responde a su estricta definición.

Pero ese horror llega a su punto culminante ante la realidad necesaria: no hay genocidios abstractos sino personas con nombre y apellidos que los sufren, algunas que lo pueden llegar a contar. La técnica de Rees se basa fundamentalmente en la entrevista directa con víctimas y verdugos para conocer el detalle y no esconder nada de lo ocurrido. No sólo para evitar repeticiones (y quién es capaz de asegurarlo) sino para descifrar hasta qué punto el ser humano puede convertirse en el más perfecto planificador de la crueldad: en este libro no hay monstruos ni arpías ni alimañas, sino hombres y mujeres de carne y hueso conscientes de sus actos. No hay lavados de cerebro, ni sectas peligrosas: hay seres que deciden por su voluntad y muchos que, cincuenta años después, repetirían los mismos actos execrables. ¿Cómo no vamos a penetrar con bisturí en esta mancha indeleble, en este genoma deforme que quizá todos llevamos dentro? Hay una pregunta desconcertante en la introducción del libro: quién sabe cómo actuaríamos cada uno de nosotros en circunstancias límite. Habría que cuestionárselo antes y después de la lectura.

Los detalles llegarán y el poso de Auschwitz será largo y profundo, lo anticipo, como otra mancha que se frota y nunca desaparece: qué asqueroso puede resultar el deber de recordarnos como humanos, y qué necesario a su vez.

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Dos cortesías: una y otra.

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Léxico para Amor en vilo, el último poemario de Pere Gimferrer, en la crítica que Albert Romà le dedica en El Periódico de Catalunya: desajustes, mal uso, torpeza, afectado, rígidos, errores, acartonamiento, tosca interpretación de los clásicos, rimas catastróficas, ejercicio escolar, desaciertos, decoración farragosa y kitsch. El tal Romà sigue trabajando para El Periódico: no hay vínculos entre Seix Barral y el Grupo Z, que se sepa.