jueves, 11 de mayo de 2006

Un médico y sólo un médico

(Tercera parte)

¿Y si Henry Perowne fuera un contador de la propiedad? Pocas veces se da un ejemplo tan claro como el presente de la necesidad de otorgar una profesión específica a un personaje. Si Perowne fuera una decorador, un analista de software (¡incluso un escritor!) esta novela no sería posible o se derrumbaría como un castillo de naipes. Veamos la fórmula: desde las primeras páginas se nos anuncia una secuencia de hechos que van a suceder durante un sábado cualquiera. Sabemos que Perowne se levantará, irá a jugar a squash con un colega de trabajo, comprará pescado, hará la cena para su hija (que viene de regreso de París...). Mientras escribo esto no sé si en realidad el día transcurrirá por esta senda marcada, pero en cualquier caso, las variaciones que puedan producirse, fruto del azar o de la voluntad expresa, lo serán sobre ese plan ya trazado por un ciudadano común. El mismo plan que nos encierra a todos cada jornada en un destino prefijado. Ante este abismo de monotonía, la novela no puede transcurrir solamente por la narración de las actividades anunciadas: nadie, ni el lector pero tampoco el mismísimo autor, aguantaría el hartazgo de leer o escribir un tratado jurídico sobre hechos acaecidos:

-¿Dónde estuvo usted la mañana del 15 de febrero a las 9.25 am?
-Peloteando en una pista de frontón, señor juez.

Hay que buscar, pues, otras vías de escape para que el armatoste literario se sustente. Y ahí es donde aparece la importante elección de la profesión. McEwan decide que Perowne sea doctor, y más específicamente un neurocirujano. El protagonista conoce el cuerpo y la mente humana lo suficiente como para adivinar en cada personaje y en sí mismo una reacción culpable, una enfermedad escondida, un gesto sospechoso, un amago de indecisión. Cualquier rictus se convierte en una prueba de cargo, y eso convierte la obra en lo que pretendía ser: un análisis de las reacciones de un hombre de hoy en una sociedad como la actual. Poco interesa Henry Perowne: nos interesa el hombre que hay en él y su circunstancia.

Siguiendo con el ejemplo del squash, hay una reación típica de lector avisado que se produce con matemática precisión. Desde el inicio de la jornada, Perowne nos anuncia su intención, como cada sábado, de ir a jugar con su colega. El lector se imagina que en veinte o cuarenta páginas va a pasar lo predecible: una larga descripción de un partido de squash jugado entre amigos. Esto, por sí solo, nos estremece ligeramente: qué descripción puede haber más aburrida que la de una pelota dando tumbos por las paredes, en un deporte que debe interesar a un puñado de personas. Avisar sobre algo sin interés es un riesgo del que pocos pueden salir bien librados: si me entregan una novela y me dicen que trata sobre un tipo que salta y salta a la comba, sin parar, devolveré el regalo. Pero una vez ya puestos en el ritmo de la novela no es tan fácil dejarlo, e incluso hay un prurito de interés por ver cómo sale airoso el autor de semejante envite. La solución no puede ser otra que la de crear una subtrama que acabe por imponerse por encima de los peloteos, que sólo actuan como sonido de fondo de un objetivo mucho mayor. Todo esto provoca que el Perowne médico ejerza su función con exactitud, y que cada reacción tenga su cumplida descripción profesional:

"El pulso más lento de Perowne aumenta unos instantes al oír el reproche: un arranque de cólera es como un latido adicional, una puñalada perjudicial de arritmia."

La cólera, la amistad, el empeño, la debilidad, el desencanto, el miedo, la frustración: estos son los grandes temas del squash, y me quedo corto.

(continuará)

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"El libro pasa, pero las imágenes son poderosas", dice el cristiano. Pocas veces se expone con tanta crudeza la invisibilidad de lo escrito, la nula presencia del lector en nuestra sociedad. Tanto da que se refieran al código Da Vinci: ciertamente, los 40 millones de ejemplares vendidos son papel ("manifiestos, escritos, comentarios, discursos") frente a la avalancha de fotogramas que se nos viene encima. Y añade: "Las películas llegan a las masas, también a quienes tienen poca formación y carecen de recursos críticos para distinguir qué es ficción y qué es realidad".

¡Acabáramos! El peligro ya no son los intelectuales que piensan y sentencian, sino las masas que responden instintivamente a los estímulos: ellas, y sólo ellas, serán capaces algún día de apreciar lo que los primeros ya saben desde hace siglos: que la realidad está en el cine y en los libros, y que la religión ha construído sobre sí misma una ficción de portentosas y alucinantes dimensiones.

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