Los que ya me conocen de sobras (o sea, que han leído con alarmante asiduidad los casi 70 posts que por aquí se han ido acomodando) saben a ciencia cierta que yo iba a comenzar la lectura de Sábado un sábado. Nadie que me conozca lo suficiente podía albergar ni un gramo de duda sobre la ritualización de mis quehaceres literarios, y por eso busqué este fin de semana el lugar idóneo (cabaña en medio del bosque) para inaugurar uno de los principales pantanos del año, una de las novelas que con más ansias estaba deseando afrontar. Lo lamentable es que por allí cerca se celebraba una boda campestre, y los ecos de la despiadada música se metían por las rendijas de las ventanas: pero ni aun así. Uno, que es terco no ya por genética sino casi por definición enciclopédica, fue a lo suyo.
Volver a McEwan es un regreso al hogar y a la cama adaptada a la espalda, después de tanto colchón muelle y tantas sábanas con naftalina. Es la sensación que aparece cuando nos reencontramos con uno de nuestros escritores favoritos, cuando el poso de una buena lectura anterior nos anticipa la posible recuperación de placeres que pocas veces, muy pocas, están al alcance: un vino de cosecha añeja, un paisaje estremecedor por su belleza salvaje, un polvo con los cinco sentidos en alerta, una novela que permanece en el recuerdo. Por ahí precisamente, en algún hueco de la memoria, se conserva el aroma de Expiación y de sus circunstancias, como pueden ser sus primera páginas transitadas en el aeropuerto de Miami, en una de esas interminables esperas post 11-S.
Y era sábado, y era Sábado. Ya tengo la primera conciencia para apuntar algunas pautas de las primeras 30 páginas, mínimos destellos que tendremos que ir corroborando:
1. Henry Perowne es un neurocirujano común y corriente, como todos los neurocirujanos que pueblan los hospitales de medio mundo. Profesional, serio, dedicado en cuerpo y alma a su oficio. Se levanta una madrugada sin sueño, con una extraña sensación de ánimo y desvelo, y sin razón aparente se dirige a la ventana del dormitorio procurando no despertar a su esposa, que duerme a su lado. A pesar del frío exterior, Henry contempla el silencio y la quietud de la noche durante unos breves minutos y divaga, suficiente tiempo para que McEwan esboce en pocas páginas la vida de nuestro protagonista: estampas familiares, obsesiones laborales (excelente la descripción de sus últimos pacientes, con una frialdad muy british) y preocupaciones globales. Ya lo conocemos, y ha bastado una abertura de ventana y un mirar a lo lejos.
2. Pero hay en McEwan un elemento fundamental que se repite en sus novelas y que aquí ya encontramos en estos prolegómenos, en una primera escena que denota cierta pasividad y que, llevada al cine, sería una escena de relleno para enlazar otras más jugosas. Pero no: como yo ya he jugado a este juego antes, sé perfectamente que uno no se puede adormecer en ninguna página de nuestro inglés predilecto: la sensación de “aquí va a pasar algo” es permanente, y cada segundo cuenta antes de despeñarnos por el abismo. Ese decorado insustancial siempre esconde un filo de navaja, una lengua bífida asomando por debajo de la cama.
3. El elemento perturbador, pues, no tarda en llegar: Henry observa en la lejanía, por encima de los edificios londinenses, un destello y una luz que avanza. Frente a las primeras deducciones (un meteorito, un cometa) debe recapacitar ante lo inevitable de la visión: un avión tiene un motor o un ala ardiendo y se desliza con un ruido martilleante hacia el aeropuerto de Heathrow. McEwan tensa la cuerda al límite al entablar un fuerte discurso con el azar: pocas cosas tan absurdas puede haber como salir a la ventana y ver un avión derribado, lo cual no impide que eso sea perfectamente posible. Lo difícil es hacerlo creíble, y esas páginas lo consiguen: el asombro y la extrañeza de Henry es la del lector, es el punto de vista del ciudadano común e insomne que sin previo aviso experimenta un rasguño en su monotonía: “Entre tantos millones tiene que haber personas que se asoman a la ventana cuando normalmente deberían dormir (...) Que sea él y no otra es arbitrario”. Pero él se asoma y descubre, y se sorprende y exige saber más, y es entonces cuando hay novela.
4. Ya hace tiempo que busco la gran novela sobre el 11-S (lo dejé escrito) y no sé si ya estoy metido en ella. De todos modos ya hay una consecuencia que Henry explicita con tino: “Todo el mundo coincide en que las líneas aéreas parecen distintas desde entonces, predatorias o condenadas”. Cierto: ver un aparato de esos en el cielo (los de Tegucigalpa parece que quieran rascarse la barriga con las antenas, yo me agacho instintivamente cuando me sobrevuelan por la calle) ya no puede comportar la inocencia antigua del niño que imagina y se transporta con ellos a lugares misteriosos: “Hace casi dieciocho meses que la mitad del planeta presenció una y otra vez a los cautivos invisibles conducidos a través del cielo hacia la matanza”. Y si el mundo ya no es lo que era, ¿cómo van a ser iguales las novelas? ¿Se lo habrá preguntado McEwan, y nos va a contar en qué nuevo panorama estamos? Yo todavía sigo con mis ojos esa luz centelleante que desaparece poco a poco en la lejanía y que nos transporta a todos, viajeros o no, vivos o muertos.
(continuará)
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