sábado, 12 de agosto de 2006

En la cárcel

La visita estaba programada desde pocos días antes, así que no tuve demasiado tiempo para digerir la propuesta. Dije que sí sin pensar, más que nada porque uno no suele visitar cárceles en sus ratos libres y porque de ahí se puede sacar alguna experiencia vital de interés. Incluso literaria: Joyce Carol Oates escribó en cierto "Granta" la historia de una visita a un centro penitenciario de Estados Unidos, que le sirvió para recuperar una anécdota poco grata que le tocó vivir entre muros (decir entre rejas creo que no sería semánticamente correcto). Quede claro, en todo caso, que nada tiene que ver una prisión nicaragüense (la mejor de todas, por otro lado, y la más grande) con una norteamericana, y ya no por la infraestructura, sino también por el tipo de personas que la habitan.

Llegué con la excusa de un acto al que me ofrecieron asistir y que presidí desde una tarima montada en un gimnasio. De hecho era un salón polivalente para todo tipo de eventos, pero al fondo destacaba un ring limpio y bien conservado que debía ser usado por los reclusos en sus escasas horas de ocio fuera de la celda. Frente al ring, varias filas de sillas llenas de personas de todas las edades con un mismo color de ropa. Allí no había uniformes porque cada cual se trae lo que puede de casa, y en ese lugar todos usaban camisas, camisetas y pantalones de azul marino, aunque tuvieran inscripciones o dibujos (una camiseta en primera fila rezaba: "El rock es cultura, el regetón es basura"). Me desconcertó la pasividad y la atención prestadas por cada uno de estos presos a lo largo de la hora que duró el acto. No es que yo esperara algún motín aprovechando mi llegada o alguna fuga planeada desde meses atrás, pero esa indolencia era incluso más preocupante que la posibilidad de verlos moverse inquietos en sus sillas, mirando hacia todos lados como quien busca una salida imposible. Escucharon discursos aburridísimos y tres piezas musicales ejecutadas por sus compañeros, y al final fueron (fuimos) premiados con un refresco y un bocadillo de pan inglés. Cuando se dio por finalizado el evento, los que integrábamos la mesa presidencial bajamos, o yo seguí a los otros que bajaban, hasta donde seguían sentados los presos, inmóviles en sus sillas esperando una contraorden que les hiciera regresar a las celdas. ¿Qué se le dice a alguien privado de libertad en esas circunstancias? Aproveché que los músicos estaban ahí para felicitarlos por su labor (las interpretaciones fueron pésimas pero pensé que su labor serviría para algo positivo) y escuché lo que otros invitados decían. Desde el cuento de Oates pensaba que la norma en cualquier cárcel era no intercambiar miradas con los presos, pero aquí todo era interacción: ¡incluso estreché manos!

Ya en el exterior, mientras conversaba con un cura y un vigilante, los presos fueron saliendo en fila india y despareciendo en la lejanía, tras una cancha de baloncesto. También fue una sorpresa ver que en el transcurso de la actividad no se divisaban vigilantes armados alrededor. Es decir, que además de los pocos policías que merodeaban por el recinto, en el exterior no se distinguía ninguna vigilancia especial. El conjunto hacía pensar en una gran fiesta de fin de curso de un instituto, y es que incluso para acceder hasta el salón no tuve que franquear ninguna puerta blindada, acaso una verja con candado oxidado y una garita en la que sólo tuve que dejar mis datos.

Pero a mí lo que me interesaba de verdad era lo que, como simple hipótesis, podía venir a continuación. Yo quería ver la cárcel por dentro, y por eso estaba allí. Gracias a mi conversación con el cura (un evangelista francamente locuaz con un extraño cargo en el sistema penitenciario, pero por lo visto muy influyente) pude organizar una visita más extensa por las instalaciones. El alcaide, a quien saludé de manera breve, aceptó sin mostrar el más mínimo reparo, y nos dirigimos hacia una entrada lateral edificada con las mismas verjas y redes metálicas oxidadas que las que había visto hasta entonces. Tras cruzar dos o tres puertas, me encontré dentro de los espacios generales utilizados por los presos. Nada me separaba de los que vagaban por allí o esperaban su turno para acceder a algún servicio: hombres que saludaban con efusión al cura y que, de paso, me daban la mano también a mí.

Visitamos el hospital, bastante decente si se contextualiza en el ámbito geográfico en el que me hallo. Todo era producto de donaciones: material, medicinas, equipamiento. Entramos con excesiva rotundidad en las salas dedicadas a la atención personalizada, pero nadie se extrañaba: supongo que el concepto de privacidad debe ser casi inexistente en estos edificios y galerías que albergan a poco más de dos mil personas. Me contaron que las patologías más frecuentes son los hongos, los problemas digestivos y las insuficiencias cardíacas, descontando las enfermedades que se transmiten por vía intravenosa o sexual. Y hablando de sexo, cruzamos por delante de las habitaciones destinadas al contacto vis a vis entre los reclusos y sus compañeras. La escena, con parejas sentadas esperando su turno, tenía un aire de vieja película italiana algo deprimente, aunque para muchos esa espera supusiera el acceso a unos minutos de vano placer, tristemente fugaz.

Y llegamos a la biblioteca: una gran sala con mesas y sillas ahora apiladas pero que por lo general se encuentran dispuestas para permitir la lectura de libros con cierta comodidad (si es que el calor sofocante es compatible con la lectura, cosa que en mi caso, aun siendo lector enfermizo, pongo en duda). Pero me temo que ese lugar debe de ser un solar la mayor parte del día, y el hecho de que el mobiliario estuviera desubicado demuestra el poco énfasis que nadie ha puesto en reordenar la sala. Al fondo, un cristal corredizo en el muro permitía vislumbrar los volúmenes que se amontonaban con cierto orden en estantes de hierro: casi todos libros de consulta, enciclopedias, material escolar, dispuestos para el préstamo. Supongo que nadie debe entender la lectura aquí como un tiempo de placer: sólo los que estudian se obligan a sí mismos a dedicar unos minutos diarios al repaso, y me entristeció oír que los libros no podían salir de la biblioteca, nadie tenía derecho a llevarlos hasta la celda.

Al final, y sólo por unos instantes, traspasamos un umbral que escuece y que marca un territorio definido: las dos primeras galerías de celdas se abrían a mis lados como grandes hangares cerrados, en cuyos muros se alojaban cada pocos metros las rejas de cada dormitorio. A la derecha, la galería de extranjeros (me contaban que hay un español ahí, encerrado por un tema de drogas), jugando a fútbol en medio del largo pasillo y ajenos a nuestra presencia. A la izquierda, la primera galería de presos autóctonos, con una imagen desoladora, la que me llevé después en las retinas mientras conduje alejándome del lugar: varios jóvenes muy tatuados se apiñaban contra los barrotes y le hacían algunas demandas a los vigilantes, elevando la voz y con los rostros afilados, la mirada perdida. Notaron mi presencia, me miraron extrañados, nadie se dirigió a mí. Los observé unos segundos y cruzó por mi imaginación la posibilidad de estar ahí, tres metros de distancia, sólo una puerta de hierro de por medio. Me tiraron del brazo para que nos fuéramos, porque la visita ya terminaba: ni pregunté por la posibilidad de ver otras galerías, otras realidades más oscuras que ya intuía que comenzaban en ese lugar. Salí despacio pero con una rara sensación de alivio: crucé la última verja y miré por el retrovisor cómo se cerraba detrás de mí. Libre, pensé.

1 comentario:

canela dijo...

fui a la cárcel por otro motivo y no me gusto que me revisaran para entrar!