sábado, 17 de junio de 2006

Una editorial

Anagrama está de estreno: su página web ha sufrido un tratamiento de cutis intensivo y la chica se nos aparece con una belleza desacostumbrada. Sin duda, le hacía falta a esta editorial una apuesta más descarada por la nuevas tecnologías, estando como estaba todavía en los colores apagados y en la actualización demasiado postergada. Los que permanecemos en este limbo centroamericano debemos recurrir a Internet para comer, porque las librerías tienen una oferta sólo para vegetarianos. Pensemos que aquí sólo llega Alfaguara (la más veloz: debe estar al caer el último Vargas Llosa y, faltaría más, el nuevo libro de cuentos de Sergio Ramírez), ejemplares antiguos de Seix Barral (de cuando Cela publicaba allí) y algunas colecciones de bolsillo. Según leía en el suplemento literario de La Prensa, parece que Siruela ha descargado libros en una librería de la capital, cosa rara. Bueno, y los Premios Planeta, que son como la Coca-Cola: no hay aldea ni comunidad en que deje de haber uno. El otro día me recomendaba encarecidamente un librero que me hiciera con lo último de Mari Pau: así la llamaba él, tan amiga.

Por lo tanto, debo conformarme con la baba que resbala por mis comisuras mientras repaso la lista de novedades de mis editoriales fijas. Y el actual trimestre de Anagrama va dejando nostalgias en mi pobre intelecto: Yasmina Reza con En el trineo de Schopenhauer (digan lo que digan, Arte sigue pareciéndome un bofetón irónico de envergadura), Melissa Bank con Un lugar maravilloso (¡la hermana pequeña de Woody Allen, la llaman! Si esta tarde, ay, pudiera pasar por La Central, acariciaría un ejemplar), Julian Barnes con El perfeccionista en la cocina (pese a mis connotadas inclinaciones por al literatura anglosajona, hace tiempo que Barnes dejó de interesarme, y este libro alimenticio no me atrae nada), Vikas Swarup con ¿Quiere ser millonario? (éste es precisamente uno de los alicientes de la criatura de Herralde: descubrir autores completamente desconocidos y poder lanzarse a la piscina con los ojos cerrados: siempre está llena de agua. Además del placer de comprar libros que esperamos desde hace meses, quién no ha experimentado el placer de comprar a ciegas, apostando por un sello del cual esperas un determinado tipo de literatura), y una reedición de perlas de la Generación Beat: Ginsberg, Burroughs y Cassady (en este caso nunca fueron santos de mi devoción, pero es una de las columnas vertebrales de la editorial: tanto como la literatura gay, la generación Granta o la metaficción hispánica).

De la colección gris, me gustaría destacar el libro Tor, del periodista Carles Porta. Se trata de un curioso caso de recreación, entre la novela y el ensayo, sobre un hecho acaecido en una pequeña montaña catalana. No hay aquí diabluras estilísticas ni transgresiones formales: estamos hablando de un libro de corte periodístico pero que cuenta una historia tan brutal y absurda a un tiempo que encoge el alma. El Odio en mayúsculas. Cuando un autor encuentra un hilo y tira de él y se da cuenta de que allí hay historia, debe ser lo más excitante: salvando las quilométricas distancias, recuerdo cuando Capote comienza con una simple entrevista y haciendo una visita al lugar de los hechos, y en un preciso instante dice que piensa quedarse más tiempo allí: ya está vislumbrando la historia de A sangre fría. Carles Porta se fue a Tor a filmar treinta minutos de reportaje y se encontró con un entramado que merecía libro: Tampoco Laurence Rees tuvo suficiente con la televisión, y eso que lo suyo era una serie completa. Demostración perfecta de que a ciertas tramas la imagen les encoge las metáforas y precisan de la letra escrita para derramar sus complejas conexiones.

Y me permitiré hacer un apunte final sobre el Mundial, con la venia que me otorga la publicación de Dios es redondo, de Juan Villoro, en la colección Crónicas. Es mi primer mundial fuera de España y es de los pocos motivos que, en dos años y medio, han estrechado distancias entre mis dos continentes. No hay partido que no sea televisado y esta comunión catódica ocasiona raras sensaciones: los países van metiendo goles y al día siguiente todo el mundo sabe quién ha ganado. Recibo felicitaciones: un 4-0 da mucho de sí. Cierto que en la muerte de Rocío también me dieron el pésame, pero ahora las reacciones son más espontáneas y abren conversaciones:

-Ah, español? Está fuerte, el equipo: vais a llegar lejos.

Mientras espero a Banville, sigo la pelota y miro cómo rueda, y me asomo así a la única realidad que ahora importa.