Cuando sobreviene el espanto, que acostumbra a tener una duración infinitesimal, el cuerpo se desarma y sentimos, durante ese lapso instantáneo, que la vida pende de un hilo. Las consecuencias se alargarán después en el tiempo: quizá el insomnio, una fatiga extraña de cuerpo extraño [nota bene: repito el adjetivo con premeditación, y lo aviso para cuando lleguen los censores de la corrección y me saquen la tarjeta], la certeza de haber alcanzado con la yema de los dedos algún límite, algún precipicio por el que no hemos terminado de despeñarnos. Jamás hay tiempo para prepararse ante ello: leemos cada día el espanto de los otros en la prensa, lo observamos en la televisión durante la cena, y siempre nos sentimos ajenos a tanta hemoglobina. Al fin, cuando llega de frente, solo hay tiempo de apartar la cara y ponerlo todo en manos del destino.
Sucedió el domingo, poco más tarde de las nueve de la noche. Managua ya escupe a esas horas los últimos carros hacia sus residenciales protegidos por guardias armados, y la carretera suburbana es un gran fantasma de asfalto. La perspectiva parece nítida por delante pero tampoco hay ganas de acelerar: en esos instantes de domingos destemplados todo se vuelve más moroso, hasta la velocidad. Sólo a la lejos se divisa una mancha pequeña que sale de la mediana central y que avanza algo lenta hacia la calzada. La definición de la mancha es rápida: se trata de un grupo de unas seis o siete personas, jóvenes todas (la cercanía va delimitando sus perfiles) que de manera imprudente parecen querer cruzar la carretera. Todo sucede en una secuencia increíblemente veloz, pero se aprecia, segundos antes del espanto, que algunos ya están en el carril central de tres y que algún otro se agacha como queriendo coger algún objeto. Un grito en el asiento de al lado (por fortuna no me hallo solo) indica que algo va mal. Mi capacidad de discernimiento ante situaciones de este tipo es muy limitada, y requiero de alguien del lugar para que interprete correctamente qué pasa. Sólo alcanzo a desviarme hacia el carril de la derecha, más que nada para no atropellar a nadie: el grupo sigue con el impulso de querer atravesar la calzada y sólo efectúa una parada mínima para que yo cruce ante ellos. Y entonces ya no hay escapatoria, pese al intento de acelerar la máquina.
Una lluvia de piedras se desploma sobre el vehículo, aunque sólo una de ellas logra alcanzar de lleno el objetivo: la ventanilla a mi izquierda explota con un ruido irritante y estruendoso y se deshace en mil añicos, que impelidos por la inercia se desparraman sobre la mejilla, la oreja, el rostro. Cada secuencia se resume en pequeñas frecuencias de segundo, como el momento feliz en que uno, por instinto, cierra los ojos y aparta la cabeza: gesto suficiente para que el daño sea menor del esperado y ni los ojos sufran ni la dirección de la piedra busque el cráneo, que en una diagonal extravagante va a caer (la piedra, de apariencia mineral) en la parte trasera del vehículo. Después de un brusco frenazo, todavía hay tiempo de ver por el espejo al grupo que de nuevo se torna mancha y desaparece por los arrabales de la izquierda, hacia uno de los barrios más peligrosos del sector.
Aquí estos grupos reciben solamente el nombre de pandillas: no llegan al status de las maras salvadoreñas, verdadero crimen organizado que no se detiene en el delito burdo sino que actúa como una mafia vinculada al narcotráfico y al efecto también narcotizante que produce el poder y la consideración de miembro de un clan. En otras carreteras de otros países las piedras hubieran podido ser pistolas, y nadie desaparecería de la escena en un visto y no visto. Los vecinos que llegaron a socorrernos, mientras la sangre producto de los cortes ya manaba con lenta precisión, lo advertían: no es la primera vez, y se sabe quiénes son.
Tras el espanto todavía hay tiempo para la impotencia: la instantánea (mirar las huellas del delito) y la postergada (aquí jamás aparecen policías ni ambulancias: un Estado desmembrado no tiene cuerpos de seguridad ni médicos que ejerzan sus tareas con eficacia). La denuncia todavía incluyó una pregunta del eterno funcionario ante una máquina de escribir: “¿sólo eso?” Aquí eso es casi nada, porque no hay cadáveres de por medio, y el denunciante presenta demasiado buen aspecto: lo único que pasará es que esa noche ya no acudirá a sus libros diarios y dormirá con sucesivas interrupciones, mientras el espanto todavía vague por su mente y sienta que la vida todavía se queda un tiempo más, alargando los años y los días.
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La increíble y escurridiza historia de Barón Biza y de cómo los blogs crean vasos comunicantes de bella factura.
Una rubia nada burra
Hace 2 horas
5 comentarios:
Espero, Jacobo, que ya te hayas recuperado del susto. Quizás te ayude el saber que nuestro Javier Marías ha sido elegido esta tarde académico de la RAE en primera votación y por una amplísima mayoría.
En El País Digital puede leerse la noticia; también las declaraciones de mi ex-profesor, Guillermo Rojo, secretario de la RAE; ha destacado que "en muy pocas ocasiones" se ha producido una elección en la primera votación. "La Academia está muy satisfecha de la incorporación de Marías por ser un gran escritor y muy reconocido", ha añadido.
Un saludo.
Acabo de poner un post sobre la noticia y justo unos minutos después leo tu comentario. Excelente noticia!
Ya no hay señales del susto, más allá de una cierta incomodidad para regresar al lugar de los hechos: ya todo quedó en pura psicología, pues.
Saludos.
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Es una lectura muy interesante me gusto mucho y quisiera conocer mas de tus escritos son muuy buenos.
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