martes, 27 de junio de 2006

Nancites 10

1. Ayer no descorché ninguna botella de cava para celebrar tan entrañable fecha, 26-6-6. Quizá la razón sea porque no haya cava digno en estas latitudes, o porque me guié por lo que Vila-Matas contó que él mismo haría desde El País: celebrarlo en silencio. De todas maneras, un escalofrío recorrió mi espina dorsal al recordar tamaña concatenación numérica mientras revisaba algunos blogs que recordaban la coincidencia y repasaba por la noche las vidas de Luz Mendiluce, Argentino Schiaffino, Rory Long y tantos otros literatos de la enciclopedia imposible que fue y es La literatura nazi en América. Esas vidas inventadas que luego todavía crecerán y que recuperaré, con esos y otros nombres, en Los detectives salvajes o en la misma 2666, y que convierten cada día de lectura en un motivo precioso para el descorche, para el júbilo de saberse partícipes de un microcosmos tan potente: es por eso por lo que importa tanto conocer la obra de Bolaño en su conjunto, explorando las sendas que se cruzan y que se dispersan. Va por usted, maestro.

2. Más coincidencias: a las ya relatadas sobre la lectura simultánea de Auschwitz, de Rees, y Los olvidados, de Tzouliadis, se estrenó en Managua (con el retraso mayúsculo con el que aquí llega el buen cine) El hundimiento, traducida aquí como La caída. Sólo una noche después cayó en mis manos un viejo ejemplar de Babelia, en el cual destaca un texto de Francisco Casavella a propósito de esa película y sobre la escenificación del nazismo en el arte. Dice, ente otras perlas:

“Toda ficción dramática sobre el nazismo es la puesta en escena de una puesta en escena. De ahí que para nivelar el drama, no para humanizarlo, al caos implacable que relata El hundimiento de Fest se le haya sumado a El hundimiento película la supuesta ingenuidad de la joven secretaria Junge.”
Francisco Casavella, “El cabo atrapado”. Babelia (05-03-05)

El personaje de la secretaria es la gran excusa narrativa del relato cinematográfico: una voz en off, que recobra su imagen al final, sirve para encerrar toda la trama de los últimos días en el búnker de Hitler, pero los ojos son los de una alemana cuya inocencia y culpabilidad entrechocan como trenes de alta velocidad: cree que sus manos no manchadas (acaso sólo de la tinta con la que transcribía los dictados del führer) la salvan de su participación en la masacre. Es la compleja respuesta de tantos miles de ciudadanos que apartaron los ojos del humo de los hornos crematorios:

“(...) la gran mayoría evitó pronunciarse sobre lo que estaba sucediendo, y ésa fue la gran masa de ciudadanos que, durante la posguerra, aseguraría: No teníamos noticia de tal cosa; no vimos nada. (...) Pese a que, en general, la población era muy consciente de lo que estaba sucediendo, fueron, sin embargo, muy pocos los que protestaron ante la deportación de los judíos alemanes, y nadie lo hizo en Hamburgo en octubre de 1941”.
Laurence Rees, Auschwitz. Cap. 2, Órdenes e iniciativas.

Ahí están esos ojos huidizos de la secretaria, esa timidez cómplice del que dice "yo no hice nada" y no sabe que, precisamente, se le acusa de eso: de dimitir de su condición humana y de seguir tecleando, una y otra vez, una vieja máquina de escribir bajo las bombas.

3. Excelente diálogo el que mantienen Javier Cercas y Justo Serna: el lector atento y el autor, frente a frente. Hay un concepto de la literatura en Cercas que me aproxima cada vez más a sus novelas (tengo pendiente, y no por mucho tiempo, La velocidad de la luz), y es la idea de escribir no como “relato de una historia”, sino como “averiguación de una historia”. Esa distinción me parece fundamental, y creo que mucho de eso anida también en la prosa de Marías: la escritura se convierte en la razón de ser del libro, más allá de las intenciones finales que muevan al autor a escoger un tema determinado. Hay una búsqueda permanente (de una verdad, dice Cercas) que contagia al lector para acompañarle en ese proceso, y es una decisión que sólo puede crear lectores inteligentes: puede que esta sea una de las grandes distinciones entra la literatura fast food (que bajo la apariencia de otra búsqueda pertrecha argumentos donde sólo se aguantan las acciones, jamás el proceso que lleva al protagonista a participar en ellas) y esta otra literatura. Sólo hay que orillar el peligro de convertir esas obras en centrípetas muestras de metaliteratura que sólo engrandecen el ego del escriba, que no es el caso. La imagen final que expone Cercas, mediante la figura de una elipsis, sólo puedo definirla como feliz:

“La verdad existe, existe en alguna parte –la verdad histórica, también, desde luego-, pero sólo podemos acercarnos a ella con grandes dosis de humildad, sabiendo que no hacemos más que asediarla, acosarla, sabiendo que nunca la vamos a atrapar, o que sólo la atraparemos elípticamente. Esa elipsis, creo, es la literatura”.