(segunda parte)
Vosaltres no sabeu què és guardar fustes al moll, escribía a principios de siglo Salvat-Papasseit. En efecto: vosotros no sabéis lo que significa guardar maderos en el muelle, y me pongo el sombrero vanguardista para decir, después del relax, que vosotros no sabéis lo que es estar en un pequeño paraíso, bajo un cielo infinitamente estrellado y un silencio hondo, en una montaña lejana y fresca. Por supuesto que yo sí deseo que lo sepáis algún día, porque estas jornadas de asueto recién transcurridas no suceden a menudo, y las felices circunstancias no acostumbran a converger en el tiempo con tanta precisión, todas a una. Buena comida, mucha reflexión, más lectura si cabe.
Allí estaba, pues, con Henry Perowne, viviendo con él, quitándome las legañas y orinando como él: hay en este Sábado un tempo tan preciso y marcado que la asimilación con el personaje es obligada. Una rápida revisión de las 100 primeras páginas nos expone ante tres planos distintos pero que se conjugan como una única trama narrativa. El pase de uno a otro puede darse entre uno y otro párrafo, o a veces en uno solo:
1. El plano principal, que forma la urdimbre de la novela, es la vida de un hombre vulgar (o sea, usted y yo) durante un sábado completo. El gran peligro para el escritor, ni falta hace decirlo, es la dificultad que puede entrañar hablar de hechos insustanciales, que forman el 90% de nuestra cotidianidad: sacarse las sábanas de encima, hurgar en el ropero, tirar de la cadena. Otros ejemplos válidos hay en la historia de la literatura y de las letras en general (un día en la vida de...) y por tanto no cualquiera puede meterse en el embrollo a riesgo de aburrir a las vacas. Ian McEwan sale bien parado de este primer lance; quizá muy bien parado, añadiría. El primer recurso de ofrecer un elemento sorprendente, ya descrito aquí con anterioridad, es un buen gancho para prevenirnos sobre la falsa idea de que el destino está escrito: quizá Henry Perowne entre por la puerta y le caiga la lámpara encima, y la cautela del lector se mantiene alerta ante la posibilidad de un trauma inminente.
2. Un segundo plano sería el repaso de la vida de Henry a partir de los pensamientos que éste tiene durante ese sábado, minuto a minuto. Todo funciona hasta aquí con perfecta regularidad: coge la raqueta de squash y piensa; pone a cero el volumen de su televisor y piensa; cambia la marcha de su Mercedes y piensa. Siempre piensa en sus hijos (el y ella, dos opuestos casi de manual: el bluesman rebelde sin horarios y mal estudiante, la lectora intelectual que encarrila su vida desde París) y en su mujer, en su estatus social, y sobretodo en su trabajo. El nivel de refinamiento con que describe cada operación y cada posible paciente demuestra el trabajo serio de un buen escritor: si el protagonista es cirujano habrá que empollarse un tratado de cirugía y ver la vida a través del bisturí. Henry no sabe salir de su formación académica, que ha acabado siendo después su pasión laboral, y ve aneurismas por todos lados: cada rostro es analizado a través de ojos profesionales que diagnostican y no sólo descubren enfermedades: también rasgos curiosos, comportamientos que merecen ser aprehendidos.
3. Finalmente hay un tercer plano que sobrevuela la narración con menor fuerza pero que uno teme que acabe siendo el elemento que haga más ruido, o aquel por el cual acabará siendo conocida y criticada la novela. Henry no puede abstraerse de la realidad nacional y mundial y sus reflexiones también giran entorno a los acontecimientos políticos de ese sábado, que no es uno cualquiera: es el 15 de febrero de 2003, cuando tienen lugar en medio mundo las multitudinarias manifestaciones en contra de la guerra de Irak. Henry observa a la gente que se prepara en la calle con sus pancartas y opina: y aquí es imposible valorar la literatura de McEwan al margen de las opiniones de McEwan. Si nuestro inglés favorito no hubiera dado entrevistas y explicado claramente sus puntos de vista sobre el tema, podríamos considerar que la visión de Henry Perowne no pasa de ser la de un ciudadano acomodado que mantiene unas posiciones más o menos conservadoras, amén de peligrosamente demagógicas (las frases que va soltando, al estilo de “antes una invasión que la tortura bajo el régimen de Saddam” producen ya un cierto rubor). Pero es que McEwan ha dejado en los magnetófonos lindezas de este estilo: “Creo que fue lamentable que después de los atentados de Madrid el gobierno anunciase la retirada de las tropas de Iraq” (El Cultural, 13-12-05). Ante esta perspectiva, se me hace imposible separar al autor del protagonista, al narrador omnisciente de su personaje descrito. Y sin duda esto es un lastre para ciertos fragmentos del libro, que por otro lado vuela con precisión en la mayoría de páginas.
La conclusión sería que preferimos al literato puro, pero eso iría en contra de mi pretensión de buscar la gran novela del 11-S. ¿Es posible escribir hoy de un ciudadano corriente sin pensar en unas torres que caían hace pocos años? McEwan parece creer que no, y actúa en consecuencia, aunque de momento el perfil de la reflexión política alcance en Sábado unos límites muy poco definidos y trazados con brocha gorda, a la espera de que este día avance y podamos leer una evolución más profunda de lo que este personaje pretende.
(continuará)
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